De isla intocable a ícono posible
Hubo un tiempo—no hace mucho—en que yo mismo consideraba inviable, casi descabellada, la idea de construir un estadio en la isla del río Magdalena, frente a Neiva.
Pensaba, con fundamentos técnicos y ambientales, que levantar un escenario deportivo en medio de un ecosistema frágil era abrirle la puerta al desastre ecológico y al mal ejemplo urbanístico.
Y confieso que, en parte, sigo pensando lo mismo: el Magdalena no es cualquier río; es una arteria viva, una memoria líquida de nuestra historia y de nuestro territorio. Pero también reconozco que los territorios cambian y que, a veces, lo que parece imposible puede transformarse si detrás hay visión, planeación y un propósito colectivo.
Tuve la oportunidad de escuchar los argumentos del empresario Felipe Olave, impulsor de esta idea.
No lo conozco personalmente, ni tengo mayor interés en conocerlo. No me ha dado de las gorras que ha repartido ni formo parte de su círculo. Pero, aun así, debo reconocerle el gesto de atreverse a invertir en una ciudad donde pocos apuestan por algo más que la queja o la rutina.
Sí, probablemente el negocio para él sea redondo—como suelen serlo los proyectos que mezclan inversión, audacia y oportunidad—, pero eso no le quita mérito a la intención ni al potencial beneficio colectivo.
Si algo le ha faltado a Neiva es precisamente eso: gente que se arriesgue a transformar la ciudad con hechos, no solo con discursos.
Porque lo cierto es que el lugar donde se proyecta el estadio hoy es poco más que un basurero: un espacio olvidado, erosionado, lleno de maleza, donde el río se cruza con la desidia.
Si una iniciativa logra conjugar inversión privada responsable, licencias ambientales serias, control público y beneficio ciudadano, entonces no estamos ante una amenaza, sino ante una oportunidad de reconciliarnos con el Magdalena.
El reto está en que el proyecto no se convierta en un negocio para pocos, sino en un símbolo de transformación colectiva. Que los arquitectos piensen en la naturaleza como parte del diseño, que la CAM actúe sin complacencias y que la ciudadanía exija, pero también acompañe.
Imaginemos por un momento que ese terreno olvidado se convierte en un monumento digno de mostrar al país y al mundo: un punto de encuentro cultural y deportivo, rodeado de senderos ecológicos, jardines ribereños y espacios públicos que honren al río en lugar de darle la espalda.
No se trata de construir por construir, sino de demostrar que Neiva puede soñar en grande sin destruir su esencia.
Quizá el estadio en la isla no sea la locura que muchos creímos.
Quizá, con la confabulación de todos—la buena, la que nace del amor por la ciudad—, podamos transformar el basurero en símbolo.
Y eso, en tiempos de tanto conformismo urbano, ya sería casi un milagro.


