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La indiferencia que nos está matando

Cada día, una nueva víctima se suma a la larga lista de tragedias que parecen no conmover a nadie. Un joven asesinado, una madre desplazada, un niño que no vuelve del colegio. Las noticias pasan fugaces, entre memes y titulares, y el dolor se disuelve en la rutina. Hemos normalizado la violencia, como si el sufrimiento ajeno fuera parte del paisaje. Nos acostumbramos a mirar sin ver, a escuchar sin sentir, a vivir sin reaccionar.

La violencia en Colombia dejó de ser un hecho excepcional para convertirse en una costumbre. Pero aún más preocupante es la frialdad con la que la sociedad la asimila. El país parece haberse resignado a su tragedia. Nos conmueve más una pelea en redes sociales que una masacre en el campo. Y mientras los poderosos se benefician del silencio colectivo, los más pobres siguen siendo quienes pagan el precio más alto.

La indiferencia no es neutral; es una forma de complicidad. Cuando callamos ante la injusticia, la reforzamos. Cuando ignoramos la desigualdad, la legitimamos. El problema no es solo la violencia de quienes empuñan las armas, sino el silencio de quienes prefieren mirar hacia otro lado. Ese silencio también mata, porque alimenta la impunidad, sostiene la desigualdad y perpetúa el miedo.

En un país donde el dolor se volvió estadística y la pobreza paisaje, indignarse es un acto de rebeldía. No podemos seguir anestesiados frente al sufrimiento de los otros. Hay que volver a sentir, volver a reaccionar, volver a construir empatía. Porque la verdadera transformación no comienza en las instituciones, sino en la conciencia colectiva.

Colombia no necesita más espectadores del desastre; necesita ciudadanos dispuestos a romper el silencio, a exigir justicia y a no conformarse con la miseria moral que nos rodea. La indiferencia no puede ser nuestro refugio. Es hora de recuperar la sensibilidad, de entender que el dolor ajeno también nos pertenece. Solo así podremos aspirar a un país donde vivir no sea un privilegio, sino un derecho.