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La Colombia invisible: donde mandan las balas y no la Constitución

Mientras en Bogotá se enredan en debates interminables sobre presupuestos, reformas y cálculos electorales, en vastas regiones del país la realidad es otra: el Estado no existe. Allí donde no llegan las instituciones, sí llegan los fusiles. ELN, disidencias de las FARC y otros grupos criminales han llenado el vacío, gobernando territorios enteros bajo la lógica de la violencia, la intimidación y el negocio ilícito.

La crudeza del panorama es innegable. En el Catatumbo, el Chocó, el Cauca o el Putumayo, los grupos armados deciden quién puede abrir un negocio, quién puede transitar por un camino e incluso qué música puede sonar en una vereda. Allí no se debate democracia ni se construyen consensos: se impone el miedo. Y lo más indignante es que, para millones de colombianos, esa es la única autoridad que conocen.

El fracaso no es solo militar, es también profundamente político. Décadas de promesas de paz, acuerdos firmados con tinta y celebrados en tarimas no han logrado transformar la vida de estas comunidades. La violencia se recicla, cambia de nombre, de siglas y de banderas, pero mantiene intacto su poder sobre los más vulnerables. Lo que debería ser un país en consolidación democrática sigue siendo un archipiélago de territorios capturados por actores armados.

Los discursos oficiales hablan de “paz total”, de “diálogo social” y de “transformación territorial”. Pero en el terreno la realidad es otra: desplazamientos masivos, reclutamiento de menores, extorsiones, minería ilegal y narcotráfico son el pan de cada día. Los grupos armados no están en retirada; al contrario, se consolidan y se expanden. Mientras tanto, la gente sigue esperando un Estado que nunca llega.

Quizás lo más grave sea la normalización. Nos hemos acostumbrado a leer cifras de desplazados, asesinatos de líderes sociales y masacres como si fueran parte del paisaje. Ese acostumbramiento es, tal vez, la derrota más dolorosa: hemos dejado de indignarnos frente a la barbarie cotidiana.

Colombia necesita reconocer que la verdadera batalla no está en el Congreso ni en las redes sociales, sino en esos territorios donde los ciudadanos continúan siendo rehenes de la violencia. Mientras el Estado siga siendo un actor ausente, la Constitución no pasará de ser un libro en una biblioteca: un documento que proclama derechos que nunca se cumplen.

El país debe decidir: o enfrenta de raíz el control territorial de los ilegales con una presencia integral y sostenida del Estado, o seguirá siendo una república incompleta, dividida entre la ilusión de legalidad y la realidad de las balas.